15 mayo 2014

La Demencia, un destino peor que la muerte

El silencio de los médicos en torno al Alzheimer se titula el mea culpa que la profesora Ofri de la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York ha publicado recientemente. Pocas veces leeremos una exposición honesta, humana y alejada del pedestal desde donde suelen sentenciar la mayoría de los galenos
“Un destino peor que la muerte” murmuró mi colega mientras examinábamos a un hombre mayor que había ingresado al hospital con una demencia severa. Por su historia clínica, supimos que el paciente fue un intelectual y escultor importante. Enseñó en escuelas de arte prestigiosas y su obra fue exhibida en los Estados Unidos y Europa.
Resultaba devastador verlo despersonalizado y sometido a deterioros físicos que no le desearíamos ni a nuestro peor enemigo. Nos avergonzaba ser testigos de las profundas indignidades impuestas a ese hombre. Nos sentimos incómodos por él, por cuán incómodo se habría sentido si hubiera podido verse así. Por otra parte, saberlo incapaz de reconocerse enfermo no nos consoló.
Abandonamos la habitación en silencio, perdidos en nuestra incomodidad y tratando de disimularla mientras pasábamos al próximo paciente. Los médicos no hablamos demasiado de demencia, y sin embargo tenemos muchos pacientes con esta enfermedad: cada año más. Nunca hablamos de estos casos, al menos no tanto como cuando intercambiamos opiniones sobre algún paciente renal, oncológico, obeso, con enfisema pulmonar o diabético
¿Por qué el silencio? No podríamos responder que se trata de una enfermedad infrecuente. La enfermedad de Alzheimer -el tipo más común de demencia- ocupa el sexto lugar en la clasificación de enfermedades mortales en los Estados Unidos. Incluso en algunos estudios podría estar ocupando el tercer lugar. Por otra parte, el envejecimiento general de la población lleva la demencia al consultorio de gerontólogos, geriatras y demás especialistas, salvo pediatras.
Quizás el silencio se deba a la invisibilidad de la enfermedad, especialmente en su etapa inicial. Más bien habituados a las enfermedades clínicas con síntomas obvios -cardiopatías, diabetes, hipertensión—, a los médicos nos cuesta reconocer los indicios sutiles de la demencia.
Sospecho, sin embargo, que nuestra resistencia tiene razones más profundas…
Salvo la enfermedad de Alzheimer, las diez enfermedades más asesinas son prevenibles o al menos tratables. Nuestra medicina tiene motivos para sentirse orgullosa de los progresos realizados para combatir las mencionadas cardiopatías, diabetes, infartos, ictus, etc. Contamos con tomógrafos que detectan muchos cánceres y con tratamientos que prolongan la vida. Hasta es posible prevenir suicidios y muertes accidentales.
En cambio no existe nada que realmente podamos hacer frente a la demencia. No existen estudios por imagen capaces de detectar la enfermedad antes de la aparición de los primeros síntomas. Y aún si existieran, estos aparatos convivirían con la ausencia de tratamientos capaces de alguna acción sustancial.
Esto es profundamente frustrante para los médicos. Con razón relegamos la demencia a un segundo plano: conscientes del tiempo limitado que dura una consulta médica, nos vemos forzados a concentrarnos en las enfermedades que podemos tratar.
Dicho esto, sigo pensando que algo más se esconde detrás de nuestro silencio… La moneda cognitiva es la única moneda de los médicos. La idea de una mente que se desvanece nos petrifica mucho más que la devastación física que solemos tratar. La pérdida de capacidad intelectual y de autonomía, el fenómeno de despersonalización provocan un miedo existencial que preferimos pasar por alto.
Pensé en esto mientras leía una publicación reciente de Health Affairs dedicada al Alzheimer, unas doscientas páginas que exploran exhaustivamente el diagnóstico y tratamiento de la enfermedad, la experiencia de pacientes y cuidadores, la carga de enorme asumida por cónyuges, familiares e hijos adultos. La multiplicidad de comentarios y recomendaciones basados en investigaciones contrasta de manera vergonzosa con el silencio que emana del frente clínico.
Ésta no es la primera enfermedad que arrastra a clínicos, investigadores, familias, activistas. La historia reciente del SIDA es otro ejemplo que nos incomodó a los médicos porque reveló nuestro desconocimiento.
En ambos casos, la falta de acción e intervención médica es en parte atribuible a las dificultades prácticas de diagnóstico y tratamiento. Preferimos ignorar y mantener alejada de nuestra consciencia la mezcla de aspectos existenciales y emocionales que atentan contra nuestra psique.
La mayoría de los médicos necesitamos renovarnos y actualizarnos con cursos de formación y entrenamiento. En cambio, nunca nos sometemos a exámenes periódicos para descubrir déficits en nuestro núcleo psico-emocional que puedan afectar la atención a nuestros pacientes.

Los médicos no podemos huir de una enfermedad porque nos cueste diagnosticarla y porque nos frustre el alcance limitado de los tratamientos vigentes. Al contrario, debemos enfrentar nuestra propia incomodidad, capacidad de afrontamiento y reacciones personales que nos desconciertan. Sólo de esta manera podremos ofrecer una verdadera ayuda a pacientes, familiares, cuidadores y, sin duda, también a nosotros mismos.

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