La Demencia, un destino peor que la muerte
El silencio de los médicos en torno al Alzheimer se titula
el mea culpa que la profesora Ofri de la Facultad
de Medicina de la Universidad de Nueva York ha publicado recientemente. Pocas
veces leeremos una exposición honesta, humana y alejada del pedestal desde
donde suelen sentenciar la mayoría de los galenos
“Un destino peor que la muerte” murmuró mi colega mientras
examinábamos a un hombre mayor que había ingresado al hospital con una demencia severa. Por su historia
clínica, supimos que el paciente fue un intelectual y escultor importante.
Enseñó en escuelas de arte prestigiosas y su obra fue exhibida en los Estados
Unidos y Europa.
Resultaba devastador verlo despersonalizado y sometido a deterioros
físicos que no le desearíamos ni a nuestro peor enemigo. Nos avergonzaba ser
testigos de las profundas indignidades impuestas a ese hombre. Nos sentimos
incómodos por él, por cuán incómodo se habría sentido si hubiera podido verse
así. Por otra parte, saberlo incapaz de reconocerse enfermo no nos consoló.
Abandonamos la habitación en silencio, perdidos en nuestra
incomodidad y tratando de disimularla mientras pasábamos al próximo paciente.
Los médicos no hablamos demasiado de demencia,
y sin embargo tenemos muchos pacientes con esta enfermedad: cada año más. Nunca
hablamos de estos casos, al menos no tanto como cuando intercambiamos opiniones
sobre algún paciente renal, oncológico, obeso, con enfisema pulmonar o diabético
¿Por qué el silencio? No podríamos responder que se trata
de una enfermedad infrecuente. La enfermedad de Alzheimer -el tipo más común de
demencia-
ocupa el sexto lugar en la clasificación de enfermedades mortales en los
Estados Unidos. Incluso en algunos estudios podría estar ocupando el tercer
lugar. Por otra parte, el envejecimiento general de la población lleva la demencia al consultorio de gerontólogos,
geriatras y demás especialistas, salvo pediatras.
Quizás el silencio se deba a la invisibilidad de la
enfermedad, especialmente en su etapa inicial. Más bien habituados a las
enfermedades clínicas con síntomas obvios -cardiopatías, diabetes,
hipertensión—, a los médicos nos cuesta reconocer los indicios sutiles de la demencia.
Sospecho, sin embargo, que nuestra resistencia tiene
razones más profundas…
Salvo la enfermedad de Alzheimer, las diez enfermedades
más asesinas son prevenibles o al menos tratables. Nuestra medicina tiene
motivos para sentirse orgullosa de los progresos realizados para combatir las
mencionadas cardiopatías, diabetes, infartos, ictus, etc. Contamos con
tomógrafos que detectan muchos cánceres y con tratamientos que prolongan la
vida. Hasta es posible prevenir suicidios y muertes accidentales.
En cambio no existe nada que realmente podamos hacer
frente a la demencia.
No existen estudios por imagen capaces de detectar la enfermedad antes de la
aparición de los primeros síntomas. Y aún si existieran, estos aparatos
convivirían con la ausencia de tratamientos capaces de alguna acción
sustancial.
Esto es profundamente frustrante para los médicos. Con
razón relegamos la demencia a un segundo plano: conscientes
del tiempo limitado que dura una consulta médica, nos vemos forzados a
concentrarnos en las enfermedades que podemos tratar.
Dicho esto, sigo pensando que algo más se esconde detrás de
nuestro silencio… La moneda cognitiva es la única moneda de los médicos. La
idea de una mente que se desvanece nos petrifica mucho más que la devastación
física que solemos tratar. La pérdida de capacidad intelectual y de autonomía,
el fenómeno de despersonalización provocan un miedo existencial que preferimos
pasar por alto.
Pensé en esto mientras leía una publicación reciente de
Health Affairs dedicada al Alzheimer, unas doscientas páginas que exploran exhaustivamente
el diagnóstico y tratamiento de la enfermedad, la experiencia de pacientes y
cuidadores, la carga de enorme asumida por cónyuges, familiares e hijos
adultos. La multiplicidad de comentarios y recomendaciones basados en
investigaciones contrasta de manera vergonzosa con el silencio que emana del
frente clínico.
Ésta no es la primera enfermedad que arrastra a clínicos,
investigadores, familias, activistas. La historia reciente del SIDA es otro
ejemplo que nos incomodó a los médicos porque reveló nuestro desconocimiento.
En ambos casos, la falta de acción e intervención médica
es en parte atribuible a las dificultades prácticas de diagnóstico y
tratamiento. Preferimos ignorar y mantener alejada de nuestra consciencia la
mezcla de aspectos existenciales y emocionales que atentan contra nuestra psique.
La mayoría de los médicos necesitamos renovarnos y
actualizarnos con cursos de formación y entrenamiento. En cambio, nunca nos
sometemos a exámenes periódicos para descubrir déficits en nuestro núcleo psico-emocional
que puedan afectar la atención a nuestros pacientes.
Los médicos no podemos huir de una enfermedad porque nos
cueste diagnosticarla y porque nos frustre el alcance limitado de los
tratamientos vigentes. Al contrario, debemos enfrentar nuestra propia
incomodidad, capacidad de afrontamiento y reacciones personales que nos
desconciertan. Sólo de esta manera podremos ofrecer una verdadera ayuda a
pacientes, familiares, cuidadores y, sin duda, también a nosotros mismos.